Para vivir verdaderamente es necesario renacer, para renacer es imprescindible "morir" y para "morir" es imprescindible DESPERTAR". G.I. Gurdjieff

miércoles, 29 de abril de 2015

ORACION DEL COMPAÑERO CONSTRUCTOR


Enséñame, Señor, a bien utilizar en el tiempo que me das,
para trabaja y emplearlo de tal manera, que no pierda un solo instante.
Enséñame a sacar partido de los errores pasados sin caer en el escrúpulo que martiriza.
Enséñame a anticipar todo Plan sin mortificarme, a imaginarme la Obra sin lamentarme si esta surge de otra manera.
Enséñame a  unir la prisa y lo lento, la serenidad y el fervor, el coraje y la paz...

Ayúdame cuando comience mi Obra, ahí donde soy débil.
Ayúdame en el corazón de la Obra, a tener juntos los hilos de la concentración,
y sobretodo rellena Tu Mismo el vacío de mi obra.
Señor, y en toda Obra de mis manos, deposita una gracia para Ti para hablar a los demás
y un defecto de mí para hablar conmigo mismo.
Protege en mi la Esperanza de la perfección o de otra manera  no seré más que un orgullo sin sentido.

Purifica mi mirar: cuando yo hago el mal, no es tan seguro de que sea mal, y cuando yo hago el bien, no estoy muy seguro de que yo haga bien.
Señor, permíteme, de nunca olvidar que todo saber es vano salvo donde hay trabajo, y que todo trabajo es vacío si no hay Amor, y que todo Amor es hueco si no me uno a mi mismo, a los demás y a Ti.

Señor, enséñame a rezar cada día con mis manos, mis brazos y toda mi fuerza.
Recuérdame que la Obra de mis manos te pertenece y que me pertenece entregártela, ofreciéndola a los demás.
Que si yo hago para que los demás me admiren, como la flor me marchitare todas las noches.
Pero si yo lo hago por el Amor del Bien, yo estaré siempre en el Bien.

AMEN.

La Oración del Compañero Albañil, Constructor de Catedrales es una bella plegaria que parece ser que se encuentra en el Index de la Iglesia Católica como una herejía. Está  en los textos prohibidos de la Saint Sulpice en Paris y en la Catedral de Saint Michel en el Mont Saint Michel entre Normandía y el País Celta.

martes, 14 de abril de 2015

ELEGÍ LA VIDA




No quise dormir sin sueños:
y elegí la ilusión que me despierta,
el horizonte que me espera,
el proyecto que me llena,
y no la vida vacía de quien no busca nada,
de quien no desea nada más que sobrevivir cada día.

No quise vivir en la angustia:
y elegí la paz y la esperanza,
la luz,
el llanto que desahoga, que libera,
y no el que inspira lástima en vez de soluciones,
la queja que denuncia, la que se grita,
y no la que se murmura y no cambia nada.

No quise vivir cansado:
Y elegí el descanso del amigo y del abrazo,
el camino sin prosas, compartido,
y no parar nunca, no dormir nunca.
Elegí avanzar despacio, durante más tiempo,
y llegar más lejos,
habiendo disfrutado del paisaje.

No quise huir:
y elegí mirar de frente,
levantar la cabeza,
y enfrentarme a los miedos y fantasmas
porque no por darme la vuelta volarían.
No pude olvidar mis fallos:
pero elegí perdonarme, quererme,
llevar con dignidad mis miserias
y descubrir mis dones;
y no vivir lamentándome
por aquello que no pude cambiar,
que me entristece, que me duele,
por el daño que hice y el que me hicieron.

Elegí aceptar el pasado.
No quise vivir solo:
y elegí la alegría de descubrir a otro,
de dar, de compartir,
y no el resentimiento sucio que encadena.

Elegí el amor.
Y hubo mil cosas que no elegí,
que me llegaron de pronto
y me transformaron la vida.
Cosas buenas y malas que no buscaba,
caminos por los que me perdí,
personas que vinieron y se fueron,
una vida que no esperaba.
Y elegí, al menos, cómo vivirla.

Elegí los sueños para decorarla,
la esperanza para sostenerla,
la valentía para afrontarla.
No quise vivir muriendo:
y elegí la vida.

Así podré sonreír cuando llegue la muerte,
aunque no la elija…
…porque moriré viviendo.

RUDYARD KIPLING.

lunes, 6 de abril de 2015

ILUMINA EL ESPIRITU



En su Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Mircea Eliade explica que en todas las tradiciones: “la idea de lo divino aparece vinculada a la sacralidad celeste, es decir a la luz”, pues así como la luz no puede separarse del ser humano, ya que sin ella no existiría, tampoco puede desvincularse de lo divino, pues su primer significado simbólico es indiscernible de la idea de Dios.

Está demostrado que las etimologías de las palabras que significan dios en las lenguas indoeuropeas están relacionadas con la idea de la luz celeste, tal y como explica el mismo Eliade: “Desde que empezó a estudiarse este tema se reconoció el radical indoeuropeo deiwos, ‘cielo’, en los términos que designan al dios (latín deus, sánscrito: deva, iraní: div,…).”

El símbolo de la luz aparece siempre asociado a la idea de un Dios que está en los cielos y que continuamente ofrece la vida a todo lo viviente. Se manifiesta a todos los hombres y todos participan de ella. Sin la luz, la vida no existiría, por eso es natural que la luz del cielo -y, por extensión, el Sol- se considere desde siempre el símbolo más excelso.

Sin embargo, al constatar tal evidencia aparece una cuestión que no puede obviarse y es que en muchas tradiciones se explica que los grandes sabios y místicos han sido iluminados. Especialmente explicita es la tradición budista en la que se dice que Siddharta Gautama, un día al amanecer, vio el resplandor de una estrella, alcanzando entonces un estado superior de conciencia. A partir de ese momento se le conoció como Buda, que significa “aquel que ha despertado”, “aquel que se ha iluminado”.

Encontraríamos ejemplos similares en otras tradiciones espirituales, sin embargo, más que extendernos en este sentido quisiéramos afrontar una pregunta implícita en el hecho de que solamente algunos hombres, como sucede con el Buda Sakyamuni o incluso con san Pablo cuando cayó de su caballo en el viaje a Damasco, hayan “contemplado la luz”, pues, ¿acaso no vemos continuamente el común de los mortales la divina luz del cielo? Y, sin embargo, no estamos iluminados.

Un maestro zen llamado Tozan (807-869), escribió en su Hokyo Zan Mai: “La medianoche / es la luz verdadera, / el alba / no es clara”. Este aforismo sorprendente explica que existe otra luz, un sol oculto en medio de la noche, que al despertar produce la iluminación. Así, la luz celeste, que responde a la idea de un Dios que da la vida, se complementa y completa con la idea de una luz que surge del interior de la tierra, o del interior del hombre.

La tarea del pensamiento simbólico es la de buscar esta luz de medianoche que ilumina el camino del espíritu. Una luz que se incuba en el secreto de las tinieblas. Por eso, en ocasiones, se ha relacionado el pensamiento simbólico con el gnosticismo, pues en ambos casos se busca aquello que está oculto tras la nada tenebrosa. A diferencia de la segunda posibilidad, el pensamiento simbólico encuentra su sentido en la dialéctica entre lo oculto y lo manifestado.

Al lector de cultura cristiana no debería extrañarle el aforismo de Tozan, ni tampoco la propuesta simbólica, pues ¿qué diferencias existen entre la luz de medianoche y la Navidad? Pocas, por no decir ninguna. El nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios, sucedió según la tradición en medio de la noche de un 25 de diciembre, en la estación del año en la que la noche es más larga, lo cual es muy indicativo a nivel simbólico. Además se dice que nació en un pesebre, un lugar pobre y despreciable.

Es sabido que los romanos celebraban este mismo día la fiesta del Sol Invictus (“Sol invencible”), y que los cristianos hicieron coincidir la natividad de su Dios encarnado con la fiesta del Sol Invictus. El mismo Jesucristo fue quien dijo: “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue, no andará en tinieblas, mas tendrá la lumbre de la vida”. (Jn 8, 12). Notemos que la “luz del mundo” se refiere al Hijo que nació de una Virgen y no al Padre que está en los cielos.

Así pues, al igual que Dante, que antes de alcanzar el cielo tuvo que bajar a los infiernos, los místicos de todas las tradiciones se sumergen en las tinieblas de la medianoche, el lugar secreto donde Dios está en potencia, para poderlo manifestar. Es entonces cuando puede aparecer la luz verdadera, el tesoro secreto. O como dirá el mismo Dante en el Paraíso: “Lo sé, mi decir no es más que una simple luz”.

La luz que surge de las tinieblas es la auténtica luz. Un fragmento repetido en varios Upanishad reza: “El Sol allí no brilla, ni la Luna o las estrellas. / Estos relámpagos no brillan, y mucho menos este fuego terrenal. / Cuando Él brilla, todas las cosas brillan. / Todo el mundo es iluminado con su luz”. Y un fragmento del Apocalipsis que describe a la Jerusalén Celestial dice: “La ciudad no había menester de Sol y de Luna que la iluminasen, porque la gloria de Dios la iluminaba, y su lumbrera era el Cordero”.
Es apasionante la descripción que los grandes místicos y sabios hacen de su primer encuentro con la luz terrestre, después de atravesar las tinieblas de la nada. Como ejemplo sirva el famoso Zohar: “Una chispa tenebrosa salió de en medio de lo encerrado de su encerramiento del secreto del Ein Sof (“Sin límites”)”. Sobre esta primera chispa se construye el Nuevo mundo. Éste es el principio de toda la creación y cuando el Génesis mosaico afirma que: “En el principio creó Dios…”, los cabalistas leen: “La chispa tenebrosa creó el cielo y la tierra…”. Evidentemente el Génesis no describe la creación exterior sino otra nacida de la luz secreta. De ella es de la que hablan los símbolos.

Artículo de Raimon Arola. La Vanguardia, “Cultura’s”, 24-12-2008